El arte dignifica a toda una nación, hasta en la cocina, y como muestra, dos excelsos platillos: los chiles en nogada y el mole poblano. Pero Puebla es mucho más, es por eso que pasamos un fin de semana literalmente delicioso rondando por la capital y por Cholula descubriendo sus centenarios e incomparables sabores.
“Cuenta la leyenda que cuando vieron las monjas que Sor María Ana de San José estaba afanosa moliendo el chile, en el metate, sus hermanas las monjas exclamaron admiradas al ver que manejaba muy bien el metlapil: ‘Ay hermana, que bien mole!’, en vez de ‘muele’. Y de ahí les vino la idea de ponerle ese nombre al platillo”, nos iba contando Alfredo Torres, cronista de la ciudad deCholula, quien fue nuestro amable y sabio guía en esta ruta gastronómica, mientras salíamos del hotel Casa Reyna para comenzar el recorrido. Por supuesto, salió al tema inmediatamente esta aromática salsa de color oscuro que tanto intriga e intimida a los turistas. “Es que es realmente extraño comer pollo bañado en una salsa negra”, nos dijo Guillermo, un argentino que encontramos afuera del hotel al que le hicimos plática. “Atrae como un platillo artesanal, pero cuando lo probé, aunque me gustó el extraño sabor, me picó tremendamente”, reímos Fernando y yo y se nos hizo muy comprensible, ya que en muchos otros países, incluida Argentina, lo más picante que tienen es la pimienta. Nos despedimos no sin antes animarlo a intentar de nuevo, pues estaba en el reino del mole.
Tomamos el auto para irnos directo a Cholula, la ciudad habitada más antigua de México (cerca de 2,500 años de ocupación ininterrumpida). Era importante hacer una visita al mercado Cosme del Razo para ver, tocar y oler todos y cada uno de los ingredientes esenciales del mole.
En la molienda
Lleva cuatro tipos de chile: chipotle meco, chipotle negro, mulato y pasilla. El meco es el más picante, por lo que es éste el que tiene que dosificarse, según se desee. Los demás ingredientes son uva pasa, almendra, nuez, cacahuate, canela, ajonjolí, plátano macho, chocolate, tortilla de maíz, ajo y cebolla. Después de comprar todo esto, nos acercamos a la zona de locales donde venden comida, precisamente a la Fonda La Violeta, de 60 años de antigüedad. Doña Porfiria Ortiz, propietaria y experta cocinera 100% poblana, nos recibió y nos expresó su alegría por la visita de México desconocido. Fue al contrario, nosotros fuimos honrados con sus secretos culinarios. Inmediatamente acomodamos lo comprado y a la vez que nos iba contando cómo aprendieron de sus abuelas esta receta, iban friendo todo, incluso el plátano. Los aromas comenzaron a vagar por entre los pasillos del mercado, lo que nos animó aún más. De pronto llegó Blanca Mejía, una joven muy sonriente cargando un pesado metate. Era hora de moler todo y nosotros íbamos a ayudar. Nos acomodamos en el suelo y nos fueron pasando los ingredientes. Primero los chiles.
Se va agregando un poco de agua tibia para que la tarea sea menos difícil. Blanquita hacía que se viera fácil, pero una vez que fue nuestro turno, constatamos que no era así. Mover el metlapil tiene su chiste. Primero parecía que estábamos lavando ropa en una tarja, un desastre. Con paciencia, Blanquita nos iba diciendo cómo mover únicamente las muñecas y sin darle la vuelta al metlapil, con mucha fuerza, se iban triturando y moliendo los ingredientes. Después el cacahuate, el ajonjolí, las uvas pasa, la canela. La pasta se iba formando. El aroma era penetrante y delicioso. Creo que fue en ese momento cuando caímos en la cuenta de por qué se vende en pasta. Cuando preguntamos por el chocolate, doña Porfiria nos dijo que ese no iba molido, que se agregaba hasta que se está sazonando, es decir, cuando lo ponen a hervir con caldo de pollo y se le va agregando el chocolate, según el gusto de cada quien. Ella lo sazona en una impresionante olla de barro al menos una hora y media. Por cierto, nunca nos dijo cuánto chocolate le ponía, y es que depende de la cantidad que se guise y bueno, también del toque personal que bien vale guardarse en secreto.
Después de moler un poco más de una hora y sólo una pequeña porción de los ingredientes, ya estábamos sudando y con las piernas entumidas. Blanquita nos contó que en su casa, cuando hay fiesta, sus hermanas y amigas se reúnen en el patio a moler en el metate y así, platicando y riendo, se les hace menos pesada la tarea. Es un gusto que las nuevas generaciones sepan hacer el mole “como dios manda”, como dirían las abuelitas, pues vivir en Puebla y comprarlo en un supermercado, sería un sacrilegio.
Mientras nos hacían favor de empacarnos bien la pasta que logramos hacer, le echamos ojo a todo lo demás que prepararon en La Violeta para sus comensales: huazontles capeados con queso, que se sirven bañados con pipian, mole o guisado rojo; no faltaron en el menú los chiles poblanos rellenos también de queso, las tortas de papa, las patitas de puerco capeadas, entre otras cosas que se veían buenísimas. Por supuesto, no nos dejaron ir sin probar un buen plato de pollo con mole y arroz rojo, acompañado de tortillas hechas a mano.
Salimos felices de haber aprendido a usar el metate, el metlapil y lo mejor es que llevaríamos a casa el resultado de esta experiencia, una buena pasta del mejor mole del mundo.
Ya casi salíamos del mercado, cuando Alfredo nos recomendó hacer un alto en el local 60, en Cocina Tere, donde hacen unas gorditas rellenas de frijol molido con hoja de aguacate que son verdaderamente especiales. Le recomendamos acompañarlas de un champurrado.
El otro arte poblano
Como buen cholulense y cronista de la ciudad, Alfredo no nos dejó partir sin antes ver algunos de los principales puntos de interés de esta ciudad, aunque la verdad son tantos e importantes que hubiera sido bueno disponer de más de un día para ello. Pasamos al Convento de San Gabriel, la Capilla Real, admiramos de lejos la Gran Pirámide, en cuya cima está la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, la Parroquia de San Pedro y la Plaza de la Concordia, donde hicimos un alto para descansar y refrescarnos con unas bebidas, en uno de los restaurantes que está en los portales.
De regreso a la ciudad de Puebla, nos fuimos directo a el hotel Casa Reyna, buena idea, ya que nos dio oportunidad de disfrutarlo. Es una casa antigua remodelada y dispuesta para el auténtico goce del huésped. Todos los espacios y detalles son manejados con maestría, los muebles y la decoración es sobria y elegante. Por donde se mire, se topa con algún fino detalle en talavera. Pero el servicio destaca entre todo lo demás: realmente personalizado y no es un decir, te llaman por tu nombre y están al pendiente de todos tus deseos.
El centro y sus rincones deliciosos
La siguiente mañana la dedicamos al centro y a buscar, con ayuda del cronista, lugares representativos de la gastronomía poblana.
Comenzamos con un buen almuerzo, así que no había de otra, una cemita. Se desprendieron dos recomendaciones, una más tradicional, que es La Victoria, un pequeño local en la calle 6 Oriente que comenzó en el mercado hace ya unas décadas. Ahí preparan las auténticas de milanesa de res, pata, jamón y queso de puerco, chile relleno y el toque indispensable de pápalo y un chorrito de aceite de oliva. Del pan ni les hablamos, es el redondito y recién hecho. Otro lugar muy bueno, pero más nuevo es Cemitas El Carmen, en la Avenida Reforma 321. Ahí probamos una de chipotle relleno, muy buena, de 35 pesos. Buen precio si se piensa que cada cemita aquí pesa 3/4 de kilo. ¡Es una comida completa!
Más tarde, ya se nos antojaba algo dulce. La fama nacional de los dulces poblanos se debe a la exquisitez de sus recetas que fueron extraídas de los conventos, entre ellos están el de Santa Clara, Santa Mónica y Santa Rosa.
Cuenta la leyenda que se abastecían de camotes que provenían de diferentes partes del estado. Todo comenzó con una travesura de una de las jóvenes monjas que arrojó un camote a un cazo vacío y le vertió azúcar, luego lo batió hasta hacer una pasta para fastidiar a la hermana que le tocaba lavar el utensilio y el traste. Al probar aquella pasta pegajosa, le gustó y así surgió el famoso dulce.
Por otro lado, en el libro La Dulcería en Puebla de Conaculta, se relata una leyenda sobre la creación de los famosos camotes poblanos en el convento deSanta Rosa de Lima, en el siglo XVIII. Se dice que fue una novicia de nombre Angelina, de apenas 13 años, la que creó las recetas para halagar al obispo don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, que visitaría el convento. Las monjas recibían muchas donaciones de camotes y los comían mañana, tarde y noche. Como estaban aburridas de tanto comerlo, les pareció una locura el ofrecimiento de la novicia de preparar un dulce con camotes, pero ante su insistencia, cedieron y el resto es historia.
Alfredo nos llevó a la calle principal de los dulces, la 6 Oriente. Entramos a La Central y probamos los típicos polvorones, suspiros de monja, muñecos de almendra, caracoles, gaznates, viznagas y borrachitos (envinados con tequila o rompope y espolvoreados de azúcar). Otra especialidad es el dulce alfeñique, una pasta de azúcar con almendras y de excelente blancura. Lastortitas de Santa Clara son deliciosas galletas glaseadas con dulce de pepita. También venden turrón de cacahuate, compotas, mermeladas y muy buen mole, elaborado con más de 32 ingredientes.
Otro protagonista: el chile en nogada
Aunque no era tiempo de nuez de castilla ni de granada, Alfredo consiguió que no nos fuéramos sin probar un buen chile. Nos llevó a El Ranchito, que desde 1953 prometen tener todo el año este finísimo platillo, poseedor del cuarto lugar de nuestro Concurso 10 Maravillas Gastronómicas. Así que ya lo sabes, no importa la época del año, no dejarás tierras poblanas sin degustar el auténtico chile en nogada.
Por la tarde fuimos al Zócalo y al Ayuntamiento, a la Catedral, a la Capilla del Rosario y visitamos al veneradísimo Señor de las Maravillas en eltemplo de Santa Mónica (el turismo religioso ha sido muy importante en todo el estado). Antes de irnos a cenar, nos paramos en la legendaria cantina La Pasita por un aperitivo. Todos son muy originales y se sirven en pequeñas copitas, tipo tequileras. Me llamó la atención el licor con nombre “China poblana”, que es un licor de zarzamora con jamaica, rompope y licor de menta. Un poco dulce, pero muy bueno. Ya para terminar nuestra visita, fuimos a cenar a Mi Ciudad para conocer lo que hay en las cartas de los restaurantes contemporáneos. Encontramos ideas muy novedosas como el chile ancho relleno de queso manchego, grano de elote y calabacita, envuelto en hojaldre, servido en un espejo de salsa de frijol y salsa de chile poblano; también hacen la llamada pechuga del convento, rellena de nuez tostada y arroz, aromatizada con especias, vino blanco, mole y plátanos fritos. El ambiente es agradable y la atención es esmerada, estuvimos muy a gusto.
Definitivamente los poblanos son ganadores, en su arte, en la arquitectura, en su impresionante naturaleza, pero en su gastronomía no tienen igual, por algo nos representan con sus platillos en todo el mundo.
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